El progreso es un concepto que indica la existencia de un sentido de mejora en la condición humana. Pero el problema ha estado en lograr un acuerdo sobre qué significa avanzar hacia esa mejora. Para ello, es necesario partir de bases constituidas por conceptos comunes en el campo de la antropología filosófica. Ante la ausencia de estas bases, unos han identificado el progreso con el avance del saber y la virtud; otros, con la expansión de la libertad individual, el crecimiento económico y el dominio sobre la naturaleza; otros, con la capacidad de forjar hombres nuevos a través del poder político, etc.

Al publicar su libro Historia de la idea de progreso (1980), el sociólogo Robert Nisbet sostuvo que “…la fe occidental en el progreso se va marchitando rápidamente”. Y acertó, pues hoy día lo que avanza es la convicción –compartida por no pocos progresistas y conservadores– de que la humanidad va de mal en peor. Se percibe que los cambios socioculturales y la inequidad están erosionando valores sociales medulares. No es coincidencia, pues, que con frecuencia se hable de un escenario de “incertidumbres crónicas”.

Lo cierto es que han surgido propuestas que buscan reescribir las premisas de lo que se ha entendido por progreso. Entre ellas, destaca la idea de que es posible lograr, no el decrecimiento económico propugnado por varios progresistas, sino el crecimiento económico con respeto al medio ambiente, un ideal que ha ganado fuerza en los países más ricos. Esta visión se alinea con el concepto de “crecimiento verde”, que confía en los avances tecnológicos y la innovación en infraestructuras para usar de forma más eficiente los recursos disponibles, buscando aumentar la riqueza material con el menor impacto ambiental posible. También se vincula con herramientas del “desarrollo sostenible”, como los incentivos a las energías renovables, los impuestos a las más contaminantes y los nuevos modelos de negocio.

En fin…, el punto a destacar es que, en el trasfondo, hay una filosofía de vida que busca cambiar el crecimiento económico y el consumismo por la aspiración de vivir con más sentido, aumentando el espacio para disfrutar los bienes inmateriales de la naturaleza como fuente de gozo estético y perfeccionamiento espiritual. Sin embargo, este núcleo básico de dichas propuestas tiende a veces a mezclarse con planteamientos más o menos utópicos o extremos de varios movimientos progresistas, como el feminismo victimista, el ecologismo radical, el veganismo, la sexodiversidad o lo “woke”, entre otros. Estas tendencias ideológicas, en realidad, no contribuyen a vivir con más sentido.

Para progresar, se trata entonces de buscar el crecimiento, no solo económicamente sostenible, sino también en humanidad. ¿Cómo? Conectando la visión de quienes subrayamos la necesidad de equilibrar el tiempo que dedicamos a producir y consumir con el tiempo de cuidado familiar y descanso edificante. Aquí la idea básica es que no somos unidades de producción autónomas, sino seres familiares por naturaleza –hecho eminentemente antropológico (todos somos hijos)–, que han de compaginar las obligaciones profesionales con las responsabilidades de crianza, cuidado y formación. Las sociedades contemporáneas urbanizadas disponen los tiempos para estas cosas de manera muy desequilibrada.

Para corregir este desequilibrio, es clave la perspectiva de familia, un mecanismo que incentiva a los poderes públicos a valorar si sus políticas en distintos ámbitos (educación, fiscal, laboral, transporte…) facilitan e incentivan, o no, la vida en familia. De esta manera, la sociedad sale ganando, puesto que mujeres y hombres participan, con igualdad de derechos, tanto en la esfera pública como en la privada. Y en la medida en que se abre más espacio a la cultura del cuidado, también se contrarresta la cultura del descarte de la ancianidad.

Por: Carlos Alfonso Velásquez – Colprensa